Thursday, January 31, 2013

Nadar abajo del agua II

En el auto me agarro de la manijita esa que cuelga del lado del copiloto que siempre asumo fue creada para una mujer; una mujer que no se banca la velocidad y se agarra, se aferra, para ver si puede controlar algo. Me agarro entonces y apoyo la nariz en el antebrazo como para distraer la mirada del frente. Olor a cloro en la piel y en el pelo, olor a infancia y domingo aunque sea un jueves.
Al final del verano, cuando era chica, las puntas rubias del pelo se me ponían casi verdes por el cloro que se acumulaba después de días y días nadando abajo del agua. Porque creo que en el verano me pasaba más tiempo abajo del agua que arriba.
-¿Marco…?
-Polo.
-¿Tierra?
-Nadie.
Yo siempre estaba abajo del agua, nadando a toda velocidad, escapándome de algo.

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Thursday, January 17, 2013

Super 8


Era una Super 8 clásica, de esas que agarrabas casi como una pistola y disparabas de la misma forma. Como una pistola. Con zoom ruidoso y las letras T y W para ir adelante y atrás. Adelante y atrás.   Y pilas que se cargaban por debajo, por el mango. ¿Cómo se llama eso en una pistola? Nunca disparé un arma de puño; sí escopetas para matar perdices que largan perdigones. Esas y un aire comprimido. Pero de todas formas, si lo pienso, así apretando un botón era como un gatillo y empezabas a filmar. Sabías que estabas filmando porque el ruido era fuerte, imposible ignorarlo. Algo pasaba ahí adentro y vos tenías el ojo pegado y veías el cuadro, el circulito y el sonido te llegaba al oído.
En una época me la llevaba a todos lados. Filmaba pavadas. Hay una secuencia de minutos de animales de la granja: gallinas batarazas amontonados, chanchitos que salen del corral en fila caminando en esas patitas diminutas (“como en tacos” dice una amiga) y un ordeñe con primeros planos del chorrito que sale disparado de la ubre. Después hay otras tomas urbanas un poco mejores. Pensando en que no tendría más de 9 ó 10, no es tan grave la baja calidad filmíca. 
Cuando se revelaban, Toti me las traía a casa y las editábamos. Yo me imaginaba que las traía del Laboratorio Alex, de Alex, como las de él. 
Yo sabía prender perfectamente la moviola y enroscar la película. Prendías la luz y a mano le dabas vuelta a las manijitas. Veías pasar en la pantalla todo: los chanchitos en tacos en cámara lenta, en versión Charlie Chaplin (con la explicación de Toti de los fotogramas, el ojo, la velocidad) o en versión Benny Hill con chanchitos en tacos a trote histérico.
Cortar y pegar.
Editar.
Poner aunque sea las imágenes de la tranquera de entrada al comienzo, “algún relato” sugería Toti.
No me volvía muy loca filmar. Me gustaba ver cuando mi viejo lo hacía. Tampoco demasiado editar, salvo que lo sabía hacer y eso parecía caerle bien a mi padre. Algo en el orden de “mi nena, la que sabe usar la moviola”. 

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Wednesday, January 16, 2013

Gente como uno

Mi padre me dice que fue a Belgrano a hacer "acto de superviviencia" por su jubilación.
-A acreditar que estoy vivo…
Después me dice que llegó a su casa, se miró en el espejo y no se encontró.
-¿Habías desaparecido?
-Aha, por completo.
-¿Y dónde estabas?
Ya no me acuerdo qué me contesta pero seguimos teniendo esta conversación completamente ridícula que sería preocupante a oídos ajenos salvo que a mí me deja tranquilísima que ésta, ésta es la más absoluta normalidad.

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Monday, January 07, 2013

Olivos en febrero


Había pocas cosas que me asustasen más de febrero que el carnaval. En Olivos los chicos eran fanáticos de las bombitas y en esa edad en que los varones te empiezan a mirar y lo hacen de una forma que roza el maltrato (como enojados porque les suceda) era todavía peor. Peor porque pegabas la vuelta en una esquina cualquiera y así de la nada te encontrabas con una banda de cinco pibes con dos bombitas de colores en cada mano y sólo podías atinar a darte vuelta y correr o simplemente taparte la cara con las manos y que te peguen en la espalda o con suerte te esquiven. No había perdón. Pánico absoluto.
Con un ojo podías medir el daño exacto que iban a provocar. Las más grandes eran un desparramo de agua, claro, pero tenían la ventaja de explotar más rápido y doler menos. Las chiquitas seguramente te rebotaban y seguían rebotando aún sobre los adoquines calientes de Rawson y el que las tiraba se sentía muy pelotudo. Las medianas eran las peores. Dolían como nada.
La salida a la hora de la siesta en bicicleta por el barrio era como recorrer un verdadero campo minado y tenías que estar bien atenta de detectar al enemigo a la distancia para pedalear en sentido contrario. Si te detectaban a vos no había súplica que funcionase, te acorralaban, apuntaban y morías empapada. Caminando, obviamente era mucho peor. Algo tenían adentro esas bombitas además del agua. Pánico envasado en globitos diminutos de color.
La canilla de mi casa de Rosales era particularmente apta para cargarlas. Los chicos paraban ahí porque estaba en la entrada al garage y cualquiera podía usarla Era la canilla que se usaba para "regar el frente". Era una de esas con un pico finito que enganchaba perfectamente la bombita y cargaba despacio porque podías medir la presión sin reventarla. Había otros picos de metal que se ensanchaban hacia el final y te rompían la goma antes de empezar a llenar. Una vez llenas, el truco era hacer el nudo rápidamente y dejarlas caer sobre el balde lleno de agua donde se guardaban las municiones. Era sabido que si las dejabas al sol se reventaban solas. Porque yo también tiraba, claro.
Cuando pasaba febrero reconocías las malas canillas en los frentes de las casas. Tenían docenas de arandelitas de colores, como pulseras de bombitas que nunca fueron. Se habían acumulado ahí. Sabías que esos vecinos tenían una mala canilla y ahí no se podía jugar bien al carnaval.

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Thursday, January 03, 2013

Realmente


Una de las muchas cosas que me estaban permitidas en casa de mis abuelos (por no decir que casi todo lo estaba) aparte de inundar la terraza en intento fallido de convertirla en pileta, cocinar tortas de barro, disfrazarme con el camisón de la noche de bodas de mi madrina (de crepe de seda rosa Dior hasta el piso con breteles de satén del mismo color) era el armado de una casa propia en el living. Me estaba permitido sacar las sábanas bordadas a mano y almidonadas (cuando digo almidonadas es porque mi abuela les pasaba verdadero almidón de agua de arroz y planchaba cada una ¡qué poco me le parezco en eso!) del mueble de su cuarto. Después había que armar todo un sistema de trincheras con sillas, sillones, la mesa de comedor y pesas antes de cubrir todo con las sábanas. Era un trabajo arduo que llevaba un tiempo de preparación porque tenía que tener el diseño correcto como para permitir la circulación (aunque fuese gateando) con pasillos y “cuartos” especiales a los costados. Cuando finalmente se hacían volar las sábanas hasta que aterrizaban suavemente encima, una podía levantar una punta de algún costado que era claramente la “puerta de entrada” y efectivamente entrar. Adentro, el efecto era perfecto. La luz toda filtrada le daba un aire fascinante, al menos a esa edad, pero ahora que lo pienso aún ahora. Alguna mañana hice la prueba de taparme completamente con la sábana y el efecto perdura, aunque no sé si el atractivo que mantiene es justamente ese, el de recordarme al juego de la infancia. Huevos o gallinas.
Habiendo asignado la “puerta de entrada” había que ser muy estricto con el ingreso y egreso de cualquier adulto desprevenido podía recibir un reto si intentaba hacerlo por lo que era claramente una ventana o peor aún, levantando un muro de concreto de algodón de no sé cuántos hilos egipcios que era obviamente estructural y de soporte.
Anoche, viendo que los dibujitos no estaban teniendo ese efecto narcótico que suelen tener, rápidamente saqué una sábana y armé la carpa entre el bar (apoyando enormes botellas para sostener “el techo” que después  decidí era mejor idea enganchar en el cajón) y el sillón. Primero fue una casa en la que se prendieron y apagaron velas imaginarias “como las de allá afuera” que había que soplar y todo. Cuando ya estábamos metidos los dos adentro con la luz de las velas de mi mesa de mármol colándose, las reales,  de repente se convirtió en un auto. Yo era copiloto, como era de esperarse, (nadie es piloto en auto ajeno) y el destino final era “ahora vamos a maronals”. Hubo un acarreo de la totalidad de los almohadones de mi living y si bien me esperaban para tocar la guitarra ahí afuera ¿quién puede resistirse a un paseo en auto? Más si está hecho de sábanas cuadriculadas, Shape of my Heart es imposible de cantar y el menú gourmet es una hamburguesa invisible servida sobre un almohadón de terciopelo con pájaros exóticos y flores del paraíso. Imposible, realmente.

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