Tuesday, June 26, 2012

Brunello di Moltalcino



Salimos de Tegui y me sorprende lo notablemente cerca que estamos de casa. No termino de ser del barrio como corresponde. Doy tres vueltas a la manzana y creo que migré. El GPS subcutáneo nunca fue lo mío. Llegamos los cuatro y abro el roperito que está bajo la biblioteca (el que tiene las puertas con ese latón agujereado con una Flor de lis como las tapas de los radiadores antiguos) y busco entre los vinos que esperan ahí. Todo muy indigno del enólogo, pienso. Encima este es posta, como el gasista matriculado ¿se entiende? No de la manga de snobs pretenciosos que fingen y sacuden la copa (¿de blanco?) durante largos minutos y pronuncian alguna sentencia pelotuda que lejos de ilustrar lo que siento en la boca termina por arruinarme la noche. Lejos de eso.
Si bien la colección (pequeña) está bastante presentable intuyo que nada es apropiado. De repente lo veo ahí, el Brunello de Montalcino, pura uva Sangiovese esperando desde el 2005, viajando desde el viejo mundo, desde esa tarde que hicimos toda la ruta del Chianti y un poco más (esa en la que terminamos con los dientes violetas de tanto probar) hasta el año pasado en el que entró en el roperito debajo de la biblioteca.
Tengo mezclados los días, tengo mezcladas las uvas. La copa dice Panzano in Chianti. Todo se mezcla en mi cabeza. Por suerte me acuerdo de las cosas importantes. Me acuerdo el ruido del viento caluroso y pesado de esa tarde y también del ruido que hacían mis plataformas de corcho sobre las piedritas del camino que llevaba a la bodega, de las carcajadas imposibles, de las curvas del camino, de la luna esa última noche y de cómo se veía Firenze cada vez que nos alejábamos en el auto y cosas así.
La tercer botella se divide entre los cuatro. Parecen las bodas de Caná. ¿Esa era la de "las mejores para el final" o era simplemente el evento en el que el vino se reproduce con el agua que cae de los cántaros? Para el caso es lo mismo.
Busco la foto en la que estoy sentada, copa en mano en medio de la Toscana. Hace calor, muchísimo. Estoy contenta de haber elegido este vestido. Hay colinitas interminables con viñedos, ciprés, ciprés, ciprés como en una pintura renacentista, más allá un pueblito amurallado lleno de torres altísimas que trepamos con muchísimo esfuerzo y de recompensa nada más ni nada menos que una de las mejores vistas de Italia.

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Sunday, June 17, 2012

Ricardito



Mi padre me cuenta un sueño que tuvo. Estamos sentados en la mesa con los restos del té que tomamos juntos. Cada tanto me agarra las manos y me dice algo de "qué lindas manos tenés, siempre prolijitas. Las manos en una mujer son importantes". Les da un beso, uno a cada una y sigue con su sueño. Presto poca atención salvo cuando dibuja en el papel. Ahí la cosa se pone mejor porque aún a la edad que tenemos ambos y cada uno la suya, nos siguen divirtiendo los dibujos. A mí especialmente el verlo agarrar el lápiz mina, darle una sacudida justa como para que baje un punto la mina (debe ser una 0.5 2B porque es bien blanda y escribe oscuro). Dibuja la suela de un zapato (perfecto) y en la suela escribe algo como Henry Smith. No sé si una marca real de zapatos de antes o parte del sueño.
-Y en el sueño yo pensaba y me decía a mí mismo “Son como los zapatos que usaba Ricardito”.
Y dice “Ricardito” como si estuviésemos hablando de algún tío o íntimo amigo que todos, o al menos los miembros de la familia, deberíamos conocer. ¿De quién habla? Empiezo a pensar que es un personaje de ficción. Cuando estoy por preguntar quién carajo es Ricardito veo que jadea un poco y en el momento menos pensado llorisquea.
Resulta que Ricardito era un vecino de la cuadra desde que nacieron, hijo de un psiquiatra del barrio. Ricardito fue “adoptado” por la familia de mi viejo, sobre todo por Toti como era de esperarse, que se encargó de ensañarle a andar en bicicleta (teniendo apenas un poco más de edad). Va a pasar un rato hasta que entienda que lo de "adoptado" es una forma de decir. Toti andaba con Ricardito a cuestas a todos lados, lo defendía y lograba que lo reconozcan y respeten dónde fuera (esto me lo dice mi madre más tarde).
-Hasta al Club Olivos con todos sus amigos.
Ricardito tenía alguna discapacidad física (Toti dice espástico, no lo dice pero se mueve en forma grotesca en su silla y yo digo la palabra). Ricardito se pasaba el día en su casa. Toti me cuenta cómo fue enseñarle a andar en bicicleta. Toti siempre enseñó a andar en bicicleta. Lo hizo conmigo, mi amiga Sofía, esa otra chica que entró tarde al colegio y a la que nadie le hablaba, con mi vecina de la esquina, los nietos de su ex mujer, su hijastro.... Para Toti andar en bicicleta es un asunto importante de la infancia se ve, y nunca, desde que fue muy chiquito, dejó que ningún chico a su alrededor se quedara sin aprenderlo. Ricardito y mi padre y mis tíos fueron creciendo juntos. Toti llora, cada vez entiendo menos. Es un rarísimo día del padre.
-Es que Ricardito se tiró abajo del tren. Se mató. No pudo aguantar.
Lo consuelo desde mi silla, tratando de hacerle entender que era algo inevitable supongo. Más tarde llego a casa y llamo a mi madre. Le cuento que Toti está sensible, le pregunto si será la edad, "esto de llorar" le digo. Le pregunto de Ricardito y le cuento de la culpa enorme que dijo sentir mi viejo con él.
-Dice que se quedó con culpas…
-¿Toti? ¿Justo él? Si lo llevó con el toda su vida, le enseñó a andar en bicicleta... hasta me llevó a mí a tomar en té con Ricardito y su padre un día. Ya estábamos de novios…
Iban pasando los años y en algún momento todos crecieron y “llegaron las minas”. Mi madre dice que “he must have felt really awkward”, que todos siguieron con sus vidas y que Ricardito no pudo más cuando se dio cuento que jamás iba a tener la vida de ellos. Dice que mi padre no debería sentir culpa (hasta creo que le da un poco de lástima que la sienta). Con todos los reparos que ella pueda tener con Toti, siempre reconoció eso del buen tipo, de la gran persona.
Me imagino la calle Villate y mi viejo chiquito de pantalones cortos y anteojitos gruesos empujando una bicicleta con un chico arriba. Viéndolo cómo se pierde a la distancia. Me acuerdo de la casa, ahí nomás de la Quinta. Me madre cierra el cuento, aporta esos otros detalles que lo hacen más siniestro.
-Se tiró abajo del tren, del Mitre. Fue una cosa meditada, muy decidida yo creo, sabía exactamente lo que estaba haciendo.
A veces la gente de Olivos decide morir debajo del tren.

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Monday, June 11, 2012

Lunes 11

O el día que cantamos ¡Bingo!

Thursday, June 07, 2012

In Sickness and in Health

Cuando era muy chica y me enfermaba (lo suficiente como para faltar al colegio) esto tenía que incluir sí o sí fiebre. Sin fiebre no había malestar que amerite el faltazo. Mi madre necesitaba evidencia física del malestar y hasta que descubrí la facilidad con la que se calentaban los termómetros contra una bombita de luz era mi madre la que se acercaba con la palma extendida y la apoyaba contra mi frente. Después se venía lo que yo creía era un beso en la frente pero terminé entendiendo era la simple verificación de la fiebre. Evidencia física. Supongo que un vómito hubiese calificado también. Años después compró unas tiritas que se apoyaban y marcaban, medio como esos gallos o barquitos de vidrio pintados que te decían cómo iba a ser el clima. Violeta intenso tormenta, azul buen tiempo y así. ¿Seguirán existiendo? Si los tocabas eran todos pegajosos.
Antes de la larga lista de termómetros explotados con bombitas y las largas horas de juego con el mercurio volcado sobre el mármol de la mesa de luz, el entretenimiento era otro. El punto era que en el caso de faltar por enfermedad comprobable era casi seguro que tuviese mudanza a la cama de mamá y papá durante todo el día. Ahí me instalaba con almohada propia, tele, bandeja con té con leche en teterita y algunos muñecos a pasar el tiempo. Lo peor era esperar el arranque de la señal de tele que supongo era bien entrada la mañana o casi el mediodía con algo como Patolandia o los Tres chiflados.
Durante esas horas de espera la cama de mis viejos era un barco enorme que terminaba en una proa llena de almohadones y almohadas apiladas y más allá un mar lleno de tiburones. Imposible bajarse. Todo tenía que hacerse en los límites de la cama. El juego terminaba cuando empezaba la tele o bien escuchaba los pasos en la escalera y veía entrar mi bandeja con el almuerzo y mamá atrás que ya había llegado de su trabajo.
Durante la tarde se quedaba conmigo y si realmente deliraba con fiebres altas (más allá del consuelo de que te hacen crecer, cosa que nunca sucedió) se tiraba en la cama al lado mío, bien cerquita, me tapaba y leía. Para la noche ya llegaba Toti con algún regalo (generalmente figuritas) o con los discos esos de cartón que usaban para separar las tortas de material fílmico que yo usaba para pintar. Cuando ya casi me iba quedando dormida, alguien me hacía upa y me devolvía a mi cama.

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